19 de septiembre, 2021
El Revdo. Austin K. Rios
…»Pero la sabiduría de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, condescendiente, llena de misericordia y de buenos frutos, sin vacilación, sin hipocresía...»
Santiago 3:17
Hace dos semanas exploramos cuán importantes son nuestras acciones para construir la comunidad de amor de Dios. Nos enfocamos específicamente en cómo el demostrar parcialidad basada en la riqueza o en el estatus que uno percibe en otra persona socava las relaciones en la iglesia.
La semana pasada pasamos de la dimensión de la acción a la dimensión de las palabras, enfocándonos específicamente en cómo las palabras que usamos importan, y en cómo pueden o bendecir a los demás y levantarlos, o maldecirlos y derribarlos.
Hoy dirigimos nuestra atención a las vastas tierras interiores de nuestros pensamientos, la frontera original[1] y final de nuestra conexión con Dios — el terreno que produce las palabras y acciones que dan forma a nuestros mundos externos.
Aquellos de ustedes que me han escuchado predicar por casi una década saben que la mayor parte de lo que digo tiene que ver con cómo podemos crecer y caminar juntos hacia adelante como comunidad de manera saludable.
Dedico la mayor parte de mis palabras en este púlpito a hablar sobre la salud del Cuerpo de Cristo en su sentido colectivo.
Sin embargo, ya que hoy el enfoque es en nuestros pensamientos, quiero llegar a un ámbito un poco más personal.
El sermón de hoy se trata de una dimensión que sólo usted ha explorado o dejado sin explorar — del lugar al que nadie más en toda la creación puede acceder por completo — el mundo interior de sus pensamientos, el cual da testimonio de lo que usted realmente cree.
Ya que este es un mundo tan personal, nos puede resultar — de las tres áreas que hemos cubierto — el más difícil de abordar y cambiar.
Si nuestras acciones son desubicadas, siempre podemos entrenarnos para hacer algo diferente, aún si ese entrenamiento conlleva una labor dura.
Si nuestras palabras son hirientes, podemos esforzarnos, con la ayuda de Dios, para cambiarlas y pronunciar menos maldiciones y más bendiciones.
Pero — aún si conseguimos realinear nuestras acciones y mejorar las palabras que usamos — si no descontaminamos nuestros pensamientos, entonces seremos finalmente incapaces de experimentar por completo el reino de Dios en esta tierra.
Y ése es un prospecto aterrador para todos los que estamos comprometidos con seguir a Jesús — la puerta, el camino y la vida — a la tierra prometida.
¿Qué pasa si nunca somos capaces de deshacernos del tipo de pensamientos que privilegian nuestro interés propio sobre los intereses de los demás?
¿Qué pasa si nunca logramos liberarnos de los demonios sutiles de la envidia y el orgullo, o si nunca logramos una limpieza completa del pozo espiritual del cual bebemos y que da pie a nuestras palabras y acciones?
Tales preguntas deberían hacernos pausar y reflexionar.
Pero no deberían paralizarnos y prevenirnos de emprender la ardua labor interior que transmuta el temor en fe.
Nuestras lecturas de la carta de Santiago y del evangelio de Marcos nos dan una idea de cómo podemos abordar esta labor hercúlea.
El primer paso, y el más crítico, es reconocer que no hay manera de lograr esta hazaña sin la ayuda de Dios — sin la gracia y la guía de Dios.
La trayectoria que lleva tanto a una comunión más profunda con la voluntad de Dios como a una conexión indisoluble con el agua viva que fluye a través de Cristo comienza con entregarle nuestro control sobre el proceso de transformación.
La necesidad de controlar y dirigir nuestras vidas por completo es, en esencia, una preocupación adulta.
Por eso es que Jesús le dice repetidas veces a sus discípulos que, si buscan un modelo de cómo entrar en el reino de los cielos, se fijen en el corazón, la mente y la apertura de los niños.
Cualquiera que haya pasado algún tiempo con un niño sabe que sus mundos internos están llenos de curiosidad y posibilidad, y que — hasta que se les enseña lo contrario — no dedican tiempo a competir por posición y estatus mundanos, sino que viven en la plenitud imaginativa del momento presente.
Los niños pequeños confían en que sus padres y cuidadores les proveerán el pan de cada día, y en vez que buscar maneras de conseguir más pan, o mejor pan que el de otro niño, dedican su energía y su tiempo a vivir, a crear y a estar conectados unos con otros.
Es un día triste cuando un padre o una cuidadora ve por primera vez que esta libertad desenfrenada da paso a preocupaciones mundanas — cuando la inocencia de la niñez se ve ensombrecida por la sabiduría de las serpientes.[2]
Me imagino que la tristeza de Dios es infinitamente mayor cuando nosotros los humanos, una y otra vez, intercambiamos el paraíso de constante conexión y comunión con Dios por el prospecto de juzgar como Dios juzga.
¡Tal es el modo del mundo!
No podemos vivir en este mundo sin caer en las arenas movedizas de la sabiduría mundana… sin percibir que se corta en algún momento esa conexión de niños con nuestro Creador.
Es sólo la gracia la que nos tiende una mano para salir de la fosa, y si deseamos comenzar la trayectoria de reconexión — que es la raíz de la palabra religión — entonces tenemos que entregarnos a esa gracia y permitirle que nos hale una vez más hacia la libertad.[3]
Una vez que aceptamos la ayuda de Dios, como hacíamos implícitamente cuando éramos niños, entonces podemos empezar a sumar nuestros esfuerzos a la acción de Dios y comenzar en serio a hacer limpieza del pozo de nuestros pensamientos.
Estos esfuerzos incluyen prácticas espirituales como la oración diaria y la reflexión sobre las Sagradas Escrituras, así como el trabajo interior de identificar y desarraigar los lugares en que la hierba mala del mundo[4] está ahogando la semilla de mostaza del reino de Dios dentro de nosotros.[5]
Jesús le dice a sus discípulos y Santiago le dice a sus oyentes que esta obra del evangelio se caracteriza por ceder y servir a los demás, y no por el ansia o la comparación.
Cuando el mundo nos dice que persigamos el poder y el prestigio, Jesús nos dice que busquemos primero el reino de Dios[6] y servir a los demás, lo cual nos hará los últimos y los menores a los ojos del mundo.
Y en lugar de sencillamente decírnoslo, Jesús puso en práctica esta sabiduría, negando todo intento de acumular poder mundano y alineándose con leprosos, con prostitutas y con cualquiera — incluyendo a esos primeros discípulos — que hubiera caído en las grietas de lo que el mundo concibe ser sabiduría.
Ninguna de las personas a quienes Jesús sanó, o que saltaron de gozo porque las buenas nuevas de la gracia los liberaron para reconectarse con corazón de Dios, eran personas perfectas.
Y nosotros — que sabemos que el camino hacia adelante y hacia atrás es a través del camino de Jesús, y que yace en poner Su ejemplo en acción y palabra en nuestras propias vidas — nosotros no somos perfectos tampoco.
Ser perfecto no es el punto.
Ser consciente lo es.
Conscientes de nuestra dependencia y confianza fundamental en la gracia de Dios para comenzar la trayectoria.
Conscientes de las maneras en que depositamos demasiada confianza en la versión mundana de lo que es la sabiduría, y no aceptamos plenamente el camino de Cristo — y conscientes de nuestra necesidad de pedir perdón.
Conscientes de las herramientas que nuestros antepasados han usado para fortalecer su resolución y aferrarse a un mundo de pensamiento centrado en la sabiduría de Dios, incluso cuando enfrentaban dificultades extremas y desafíos existenciales.
Conscientes de que nadie más puede hacer esta labor por nosotros, porque se trata de la gran labor de hacer limpieza en nuestra propia casa espiritual con la esperanza de encontrar la moneda de gran valor que perdimos a lo largo del camino.[7]
Conscientes de que, según prestamos atención individualmente a esta labor interna, cuando nuestro espíritu falla o flaquea buscamos el apoyo, estímulo y corrección gentil de otros miembros del Cuerpo que se encuentran comprometidos con los mismo esfuerzos.
Queridos amigos y hermanos en Cristo, entréguense esta semana y siempre a la obra, llena de gracia, de purificar sus pensamientos.
Usen las herramientas de oración diaria y reflexión sobre las Escrituras como guías, y préstenle atención especial a los momentos, en el curso de sus días, cuando sus acciones, palabras y pensamientos puedan estar divididos.
Pidan la ayuda de Dios para tener la mente de un niño ante a la sabiduría del mundo, y el corazón de un siervo al explorar y encontrar nuevos territorios en el reino infinito del amor de Dios.
Sobre todo, no se den por vencidos — aunque el camino es difícil y a veces va a ser doloroso.[8]
Porque del otro lado del difícil trabajo personal y de la gracia que hace posible ese trabajo está la comunidad de amor que anhelan nuestras almas.
La ciudad sagrada de Dios — cuyo río cristalino fluye eternamente, alimentando el árbol de vida cuyas hojas curan a las naciones y hacen que los desiertos áridos de nuestros corazones y del mundo vuelvan a estar vivos y a ser libres.[9]
[1] Creo que nuestra primera conexión con Dios es en un lugar sin pensamiento ni forma. Tocamos este lugar en la oración contemplativa y en cualquier momento de la vida en que “entramos en el flujo”. Aquí uso la palabra original para referirme al mundo del pensamiento como primario en el continuo de pensamiento-palabra-acción.
[2] Génesis 3; Mateo 10:16
[3] Salmo 40
[4] Marcos 4:1-20; Mateo 13:1-23; Lucas 8:4-15
[5] Marcos 4:30-32; Mateo 13:31-32; Lucas 13:18-19
[6] Mateo 6:33
[7] Lucas 15:8-10
[8] Mateo 7:13-14
[9] Revelation 22:1-5. St. Paul’s Within the Walls apse and arch mosaics by Edward Burne Jones make reference to the connection between the New Jerusalem in Revelation, the Tree of Life (with Christ as the new Adam), and the Annunciation’s connection with Isaiah 43:19.