23 de mayo, 2021
El Revdo. Austin K. Rios
Hechos 2:1-21

Hoy, en la Fiesta de Pentecostés, invitemos al Espíritu Santo a reconectarnos — a través de las millas y de los siglos — los unos con los otros y con la verdad de que el amor de Dios no conoce límites en poder y alcance.


Cada año en la Fiesta de Pentecostés recordamos la manifestación milagrosa del Espíritu Santo en poder y gloria entre los primeros discípulos reunidos juntos en Jerusalén.

Nuestra imaginación se transporta hacia cómo esas lenguas de fuego aparecieron sobre las cabezas de los discípulos… y hacia cómo pueden haberse sentido recibiendo un don tan excepcional.

Pero este año siento menos necesidad de explicaciones de qué sucedió y cómo, y necesito más la seguridad de que el mismo Espíritu que se movió entre nuestros antepasados sigue con nosotros hoy.

Cuando leo los titulares de esta semana sobre la violencia en la tierra de Aquél que es Santo, sobre el aumento en el número de muertos por el Covid en la India y en Sur América, o sobre las rupturas de confianza persistentes entre personas y naciones — las cuales nos impiden abordar las mayores preocupaciones mundiales, como el cambio climático — puede parecer que estamos irreparablemente quebrantados como mundo, con poca esperanza de escapar más angustia y fractura.

Y sin embargo, gracias a Dios, estos titulares no son las únicas historias que nos definen.

Las marcas del Espíritu Santo están aún entre nosotros — y cuando hacemos una práctica regular del buscarlas, nombrarlas y celebrarlas, nos encontramos entretejidos en el mismo tapiz de fe que impulsó a nuestros antepasados a la esperanza y a la acción.

La historia del Espíritu comienza con un movimiento sagrado a través de la faz del abismo al principio de la Creación.

Esa historia va tomando forma a medida que el pueblo de Dios oscila entre la esclavitud a falsos Dioses y ser esclavos en una tierra extranjera… a la libertad bajo la ley y la confianza en el Dios que guía a través del desierto.

Y cada vez que la historia parece haber terminado y que los tiempos son los más sombríos, el Espíritu se mueve a través de los profetas, que nos llaman a regresar a las raíces del sueño de Dios y nos inspiran a trabajar hacia la realización de ese sueño en la tierra como ya lo es en el cielo.

En ese primer Pentecostés, el Espíritu se movió entre los discípulos reunidos y les reveló en poder que las barreras y posibles excusas que pudieran haber usado para abandonar el llamado que habían recibido en Jesús no eran insuperables.

¿Creen que el no hablar el mismo idioma los mantendrá divididos? No con el Espíritu Santo, no señor.

¿Crees que el no haber estado alrededor de Jesús cuando caminó y enseñó en Galilea te mantendrá alejad@ de su poder? No con el Espíritu Santo, no señor.

¿Crees que porque no eres suficientemente valorado o privilegiado — o porque se te considera intocable según los estándares del mundo — no puedes marcar una diferencia? Con el Espíritu Santo los débiles son hechos fuertes, los pobres son hechos ricos, y los dones gloriosos y diversos que hemos recibido se ven reunidos y empleados en misión común.

Las marcas del Espíritu se han visto por todas partes en estos tiempos difíciles de pandemia.

En la manera en que la pérdida de nuestros rituales básicos y nuestro referente fundamental del culto de adoración nos permitió conectarnos de nuevas formas en este tiempo desierto.

En los recordatorios constantes de que nos necesitamos los unos a los otros en tiempos de desconsuelo, en tiempos de celebración y cuando nuestra fortaleza nos falla y el miedo empieza a colársenos por dentro.

El Espíritu Santo es nuestro abogado cuando no sabemos si nuestras palabras consolarán a un amigo afligido.

El Espíritu Santo es nuestro defensor cuando nos levantamos para defender lo que es digno y justo, y echamos nuestra suerte con los más victimizados por los sistemas quebrantados que Jesús vino a sanar y a derrocar.

El Espíritu Santo es lo que entreteje a los varios miembros del Cuerpo místico de Cristo — un vínculo que es más fuerte que el estar de acuerdo sobre los temas del día, más fuerte que la familia de origen o la tribu, más fuerte que cualquier métrica por la cual se organiza la sociedad humana.

En este domingo de Pentecostés, celebremos la conexión entre nosotros y con las generaciones de creyentes que nos han precedido.

Pero tomemos también esta oportunidad para identificar cuáles barreras y límites consideramos que nos impiden convertirnos en las persons que Dios nos ha llamado a ser.

Piensen por un momento.

¿Qué es lo que nos impide permitir que el Espíritu fluya completamente a través de nosotros y que use nuestros días y nuestras acciones para transformar al mundo que tocan nuestras vidas?

¿Temor? ¿Apatía? ¿Fatiga? ¿Oposición Exterior?

Sea lo que sea, hoy es un día para reconocer que no puede mantenernos alejados de la plenitud de la vida resucitada que conocemos en Jesucristo.

Hoy es un día para recordar que no estamos solos y que estamos conectados por el agua viva, por el pan de cada día y por una sangre vital que corre más profundo de lo que posiblemente podamos imaginar.

Hoy, en la Fiesta de Pentecostés, invitemos al Espíritu Santo a reconectarnos — a través de las millas y de los siglos — los unos con los otros y con la verdad de que el amor de Dios no conoce límites en poder y alcance.

Y, una vez que recordemos esa conexión, permitamos que el Espíritu nos guíe y brinde poder a cada una de nuestras acciones, para que las cosas viejas puedan hacerse nuevas, para que las cosas muertas puedan ser resucitadas a la nueva vida, y para que la esperanza de Dios en Jesucristo — que no conoce límites — pueda ser compartida libremente a través de nosotros y salir a renovar al mundo.