7 de noviembre, 2021

El Revdo. Austin K. Rios

«¿Quién subirá al monte de Jehová? * ¿Y quién estará en su lugar santo?»

Salmo 24: 3

Uno de los mayores dones de nuestro magnífico santuario es que nos vemos constantemente rodeados de recordatorios de las esperanzas más profundas que tenemos como seguidores fieles de Cristo.

Nuestros mosaicos proclaman la prominencia que le damos a la encarnación — no sólo de nuestra creencia que el Verbo se hizo carne mediante María decirle que sí a Dios, sino también de que, en Cristo, toda la creación — incluyendo nuestros frágiles cuerpos humanos — se ha convertido morada de lo Divino.

Saber que Dios mora entre nosotros — y no simplemente nos juzga desde lejos — nos permite unir nuestras fuerzas con Dios para que todo el mundo sepa y sienta que el reino del Señor y sus dones únicos ya están entre nosotros.

Nosotros que decidimos seguir a Cristo, entendemos que podemos escoger morir al poder del pecado, escoger morir a las falsas historias que el mundo nos cuenta: que la guerra es inevitable, que la ley del más rico y el más fuerte es la que vale, y que la muerte es el fin.

Podemos escoger morir a nosotros mismos y a nuestra propia promoción personal y convertirnos en siervos unos de otros, guiados por la gracia y el amor de Dios.

Podemos escoger esto porque hemos sido testigos de que Jesús escogió lo mismo y porque sabemos que Él ha triunfado sobre la muerte y la tumba al ser resucitado a la nueva vida.

Nuestros mosaicos muestran a Jesús crucificado en el árbol de la vida, justo encima del altar del cual proviene nuestro pan de comunión de cada día, y vemos representado ahí el concepto de San Pablo en la carta a los Romanos — de Cristo como el Nuevo Adán.

Pero para que no pensemos que la resurrección se trata estrictamente de una renovación individual, tenemos también los muros de la Jerusalén celestial en los mosaicos del ábside, los cuales nos recuerdan las palabras que escuchamos hoy del libro del Apocalipsis sobre “un nuevo cielo y una nueva tierra”.

La resurrección se trata de hacernos, a cada uno, libre y vivo en Cristo, pero se trata también de rehacer nuestras sociedades, nuestras ciudades y nuestro mundo para que sean conductos de la gracia y el amor divinos que sana y que bendice.

Cuando veo estos preciosos símbolos de nuestra fe, me alienta mucho el hecho de que me recuerdan la gran historia de nuestra fe y sus promesas más profundas.

Y es por esa historia que me apasiona lo que estamos haciendo hoy.

Hoy no sólo tenemos la oportunidad de recordar la esencia de nuestra fe a través de mosaicos y símbolos, sino que también podemos participar en el misterio de cómo somos adoptados en el Cuerpo de Cristo a través del Bautismo.

Hoy tenemos la oportunidad de unirnos a Maria según pasa por las aguas del Bautismo y es injertada por siempre en la Vid y en Su vida sin fin.

Tenemos la oportunidad de recordar que somos uno en Cristo Jesús, y que se nos ha dado el poder de amar y servir al morir y resucitar con Él, y que YA somos parte del nuevo cielo y la nueva tierra que Cristo condujo a la existencia.

Sé que éste es un lenguaje elevado, y sé que puede ser difícil continuar proclamando y creyendo que el reino de Dios ha llegado cuando nuestro mundo y nuestras vidas personales pueden estar tan llenas de tristeza y de tragedia.

Cuando decimos que creemos en la historia de la fe, no estamos diciendo que las dificultades, el quebrantamiento y la muerte no sean reales.

Estar enyugados a Cristo en el Bautismo y ser creyentes en la Iglesia de Dios no nos hace inmunes a las tragedias de nuestro mundo, ni al dolor ni al aguijonazo de la muerte aquí y ahora.

No estamos llamados a esta hermandad para ignorar al mundo o para huir de él, sino para verlo por lo que es, para amar al mundo como lo hizo Cristo y estar en relación con él sin temor.

Los Santos que celebramos en esta fiesta — los mártires, los fieles apóstoles y las muchas almas anónimas y santos del diario vivir cuya vida y testimonio Dios honra — sus cuerpos dieron paso a la muerte.

Incluso Lázaro, quien fue resucitado por Jesús a una nueva vida, eventualmente murió, al igual que lo haremos todos nosotros.

Pero lo que sabían — y proclamaban — es que la muerte física no era el final.

De hecho, el tipo de muerte que más les preocupaba no era qué pasa cuando fallan los frágiles recipientes de nuestros cuerpos, sino más bien el tipo de muerte que proviene de estar tan desconectado de los demás, tan cerrado a la experiencia de amar a Dios, de amarse a uno mismo y de amar a los demás — y el tipo de muerte del alma que nos detiene y que nos impide entrar en la realidad que nos espera más allá.

Ésa es la muerte que Jesús vino al mundo a destruir.

Ésa es la muerte que se ve destruida por siempre en la resurrección.

Y eso es lo que todos los que son bautizados en Su nombre están llamados a exponer a la luz de Cristo.

Estamos aquí hoy y nos reunimos como comunidad — siempre en el nombre de Cristo — para recordar quiénes estamos llamados a ser, qué estamos llamados a hacer y la manera en que estamos llamados a hacerlo.

Vemos en el arte y en la arquitectura de este santuario la historia de nuestra salvación y sabemos que estamos rodeados por la gran nube de testigos que han ido antes que nosotros y que cargaron esta verdad desde el pasado hasta nuestro presente.

Nos regocijamos con Maria, Francie, Phil y con su familia y amigos, según Maria pasa por las aguas del bautismo y entra en la nueva vida en Cristo, y nos comprometemos de nuevo, junto a ella, a éste — el mayor de los llamados.

Y una vez que hoy hayamos palpado una vez más este misterio, y una vez que hayamos sido resucitados con Cristo y alimentados en la Mesa de Dios, sólo queda una cosa.

Salir y vivirlo cada día.

Vivir de una manera que demuestra que la resurrección es el plan supremo de Dios para todas las personas y para toda la creación, y ayudar a los demás a experimentarlo de maneras pequeñas y grandes, de cualquier forma que podamos.

Convertirnos en los símbolos vivientes de la historia de nuestra fe, y unirnos a Cristo en la resurrección de toda la creación.