El domingo pasado Jesús nos recordaba que tenemos que dar gracias en nuestra oración por los dones que Dios nos ofrece, hoy nos recuerda que también es bueno pedir. La verdad es que no hace falta que nos recuerde que pidamos, pues es lo que hacemos habitualmente, más difícil nos resulta dar gracias. Sin embargo, también es bueno pedir, por eso Jesús cuenta la parábola del juez inicuo para explicar cómo tenemos que orar siempre sin desanimarnos.

 Al pedir reconocemos nuestra limitación y ponemos nuestra confianza en Dios. La fe sostiene nuestra esperanza y el convencimiento de que Dios está a favor nuestro, está de nuestra parte. Como dice San Agustín, «la fe es la fuente de la oración, no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua». Es decir, quien pide es porque cree y confía en Dios. Pero, al mismo tiempo, la oración alimenta nuestra fe, por eso le pedimos a Dios que ayude nuestra incredulidad.

Podríamos preguntarnos ¿qué es lo que pedimos cuando rezamos? ¿Pedimos sólo para nosotros, para nuestro interés y beneficio? ¿Tenemos en cuenta las necesidades de nuestro alrededor y a los necesitados?

El Evangelio nos presenta a una pobre viuda, muy vulnerable socialmente por no tener el amparo de un hombre en una sociedad marcadamente patriarcal, pero que no deja de pedir una y otra vez. Pero ¿qué pide la viuda? Lo que pide es justicia. Y Dios siempre está dispuesto a hacer justicia, sobre todo a los más necesitados, a los que son precisamente las víctimas de la injusticia.

Hoy el Evangelio nos enseña que orar es pedir justicia y también comprometerse para que esa justicia se aplique en las situaciones de injusticia. Y también que nuestra oración necesita una gran dosis de fe y de esperanza: fe en que Dios nos escucha y esperanza en que nos dará lo que más necesitamos.

La Eucaristía es una gran oración en la que damos gracias a Dios por Jesucristo que ha entregado su vida para hacer justicia a favor de los más necesitados de nuestro mundo, y también por todos y cada uno de nosotros, por eso “es justo y necesario” darle gracias, es “nuestro deber y salvación”. Celebremos la Eucaristía y demos gracias a Dios que escucha nuestras oraciones y está atento a nuestras necesidades.

Hacemos gala de que Dios es grande y bueno. Que no hay límites en su corazón. Que, como buen Padre que es, nos concede a tiempo y a destiempo, aquello que necesitamos para vivir o seguir como hijos en el camino de la fe.

Pero ¿sabemos si la oración es grande en nosotros? ¿Si el motor de nuestra actividad humana y eclesial está sustentado en una relación de “tú a tú” con Dios o si, por el contrario, ese compromiso del día a día, ha caído en un puro activismo dejando caer el peso y toda su fuerza en nuestras habilidades, carismas, carácter, temperamento y aptitudes?

El evangelio de hoy nos urge más que nunca, a ser como esa insistente mujer que ante el juez injusto exponía una y otra vez sus necesidades con el convencimiento de que tarde o temprano se saldría con la suya. ¿De qué manera?: desde la confianza, constancia, esperanza y creyendo que Dios, siempre justo, permanece al otro lado disfrutando y escuchando nuestra plegaria. Y, por supuesto, sin perder ni la profundidad de lo que celebramos ni la creatividad para transmitirlo.

El matiz que Jesús ofrece en la parábola del juez es importante. Hay que orar y no desanimarse para que Dios haga justicia con sus elegidos. Y es que la mayoría de los desvelos que el cristiano tiene respecto al crecimiento del Reino y de la Palabra solo se traducirán en realidad con el uso continuado de la oración. El soberbio pedirá una sola vez y al no cumplirse su petición, la abandonará, molesto.

La humildad necesaria para acercarse a Dios plantea que limpiemos antes nuestra soberbia y eso se consigue con el desvalimiento, con no considerarse ni importante y mucho menos agente de la consecución de lo que pedimos.

Dios no nos olvida jamás. Él nos invita a ser perseverantes en nuestras propias luchas. De esto es lo que trata la corta parábola de la viuda insistente, leída en el Evangelio de hoy. La viuda representa a aquella persona que se siente derrotada, abandonada, olvidada por la sociedad, la familia y el país, y que, en su necesidad, no se cansa de golpear, pedir justicia e insistir hasta lograr una respuesta.

La perseverancia en la lucha es la clave del triunfo. Esta parábola nos recobra la fuerza para seguir golpeando puertas, orando, haciendo vigilias, marchas, reuniones y demandas al gobierno, a la sociedad, y al mismo Dios para que se nos abran las puertas a una vida digna y justa. También a la viuda, al forastero, al huérfano, al empobrecido y al inmigrante, Dios les da la oportunidad de vivir en plenitud.

Hoy es un día de oración; es domingo de súplica, perseverancia y fortaleza. Continuemos nuestro servicio de oración agradeciendo al buen Dios por nuestra iglesia que, como comunidad de fe, nos ayuda a crecer en la fe, para encarnar al Dios vivo que lucha con el que lucha y sueña con el que sueña; sueños de amor, de paz y justicia. ¡Amén!