Si en el curso de nuestras vidas hubo alguna vez un año en que necesitamos un Salvador, tiene que ser este año.

Según las noches se han hecho más largas y el frío del invierno se ha ido colando en nuestros hogares aislados, mi anhelo de ser salvado del desastre de este año 2020 sólo ha aumentado en intensidad.

Yo quiero un campeón — que tome las riendas, que venza al COVID, que nos libere de su yugo de muerte.

Yo quiero un redentor — que conquiste la enfermedad del racismo sistémico y que derrote por siempre a las fuerzas del mal que buscan dividir a las personas para sacar provecho político.

Yo quiero un salvador — que prenda fuego a la paja del mundo y que lance una nueva creación que se levanta como fénix de entre las cenizas.

Querer todo esto es sólo natural, como también lo es buscar nuestra salvación en los pasillos de la fuerza, de la seguridad y de la estabilidad.

Pero ése no es el tipo de Salvador que Dios nos da esta noche.

En vez de un Mesías militar o un superhéroe, Dios nos da un niño.

Un niño cuyos padres son pobres y van viajando, y cuya historia de concepción es cuestionable.

Un niño cuya cama se encuentra entre los animales y cuyo único palacio es la noche oscura penetrada por estrellas lejanas.

Un niño que morirá si lo dejan solo — sin el calor de su madre, la protección de su padre adoptivo y la gracia de Dios todopoderoso.

Si estamos dispuestos a ser sinceros, éste no es el Salvador que esperábamos y por el cual habíamos rogado — no es lo que anticipábamos cuando le pedimos a Dios repetidas veces que nos salvara de la pesadilla del 2020 y que nos condujera al nuevo amanecer del 2021.

Pero éste es el Salvador que Dios nos manda — año tras año, momento tras momento… fiel y constantemente.

¿Por qué?

¿Por qué no un salvador que sirve como vacuna para nuestras enfermedades?

¿Por qué no un redentor cubierto de una armadura impenetrable y superpoderes irresistibles?

Porque el plan de Dios para la salvación no se lleva a cabo a través de la magia o de la dominación, sino a través de algo mucho más poderoso e invencible.

El amor.

El amor conlleva riesgo. El amor es difícil.

El amor requiere constancia, compromiso y disposición a ceder.

El amor es vulnerable y débil, como un cordero recién nacido.

Pero mucho después que se han enmohecido las lanzas y los escudos entre las ruinas de los imperios pasajeros, el amor continúa viviendo.

Aún cuando las economías flaquean y los fuegos amenazan con consumir al mundo, es el amor que nos acompaña en el horno y nos conduce fuera — a la vida.

Fue el amor quien guió a los pastores a las cuevas de Belén y el que iluminó a la frágil familia con su hijo recién nacido, santificándolos como sagrados por todos los tiempos.

El Amor de Dios en Jesucristo es algo frágil, desordenado… no muy distinto a la experiencia de cuidar de un recién nacido… no muy distinto a la experiencia de estar en cuarentena en los tiempos de COVID… no muy distinto a tanto en nuestras vidas al peregrinar sobre esta tierra.

Pero cuando abrazamos ese amor — cuando permitimos que nos moldee, que nos cambie, que nos guíe — pronto vemos que es la semilla de la salvación que siempre habíamos esperado.

Un plan de salvación que requiere nuestras manos y nuestros corazones y nuestro consentimiento voluntario para ser realizado plenamente.

Es la gracia de Dios que permite que el Amor se encarne a través de María y que abra sus pulmones al gran, gran mundo.

Pero es nuestra decisión voluntaria, como humanos, de cuidar de ese amor lo que permite que sus promesas crezcan, que maduren y que finalmente den fruto.

Esta noche somos testigos una vez más del milagro — disfrutando de su resplandor como aquellos pastores y como el rebaño reunido.

Pero, según disfrutamos de su resplandor, recordamos también que esta ascua de esperanza, este pequeño recién nacido de mejillas rojas, envuelto en una manta, nos necesita para crecer y llegar a ser el Redentor que hemos esperado y añorado.

Su camino de salvación está presente aún ahora, en su nacimiento, pero será revelado en su plenitud según Él madura — un camino que da, que rinde y que vence a la muerte yendo a través de ella, en vez de evitándola.

Reunámonos alrededor de ese fuego sagrado esta noche y dejemos que la calidez de su llama inflame nuestros corazones y nuestras voluntades, para movernos sin miedo hacia lo que sea que nos depara el futuro.

Demos gracias a Dios por darnos, no a un Redentor hecho a nuestra propia imagen, sino al que nos formaen un pueblo preparado para la salvación.

Dejemos, sólo por este momento, nuestras cargas y nuestros temores más profundos en la oscuridad de afuera.

Porque nos ha nacido un niño, y lo único que podemos hacer esta noche es sumergirnos en su gloria y maravilla.

Cuando amanezca el nuevo día, será hora de ir a trabajar en favor del amor. Pero esta noche — en esta noche de paz a finales de un año turbulento — regocijémonos en el resplandor de nuestro Salvador.