12 de septiembre, 2021
El Revdo. Austin K. Rios
…»Mirad también las naves; aunque son tan grandes e impulsadas por fuertes vientos, son, sin embargo, dirigidas mediante un timón muy pequeño por donde la voluntad del piloto quiere. «
Santiago 3:4
Hay un momento en nuestra confesión semanal en el que reconocemos que hemos pecado contra Dios y contra nuestro prójimo “en pensamiento, palabra y obra.”
La semana pasada hablamos de cómo el evitar las normas mundanas de parcialidad en nuestros tratos dentro de la Iglesia forma parte de la manera en que nos aseguramos que nuestras obras y acciones nos acercan y nos unen más al reino de Dios, en lugar de alejarnos de él.
Hoy quiero que nos enfoquemos en el papel que juegan las palabras en nuestra vida en común y que exploremos cómo podemos aprender a limitar las maneras en que nuestras palabras puedan abrir una brecha entre nosotros y Dios, y entre nosotros y el resto de la humanidad.
Recuerdo escuchar, cuando estaba creciendo como niño en Louisiana y Texas, un refrán que era común en el patio de recreo: “Los palos y las piedras me pueden romper los huesos, pero las palabras nunca me harán daño.”
Aún a esa edad temprana, yo sabía que algo sobre ese dicho no estaba acertado.
Aunque era claro que se usaba como manera de combatir los insultos en el patio de recreo infantil — y quizás funcionaría bien como mantra para alguien que se prepara a ser mártir — la realidad es que las palabras SÍ duelen, y a veces más aún que los palos y las piedras dirigidos a lastimar al cuerpo.
En el curso de los años que he servido como sacerdote, nunca ha dejado de sorprenderme cómo las heridas que surgen de palabras falsas e hirientes pueden continuar atormentándonos años después si no se confrontan y se desafían.
Quizás usted tiene recuerdos de ocasiones en que las palabras de un adulto le hicieron daño a su frágil sentido de sí mism@, o en que un amigo de confianza o un colega utilizó palabras para golpear la parte más vulnerable de su corazón.
Estos recuerdos pueden ser muy difíciles de confrontar, y si no se atienden, pueden hasta llevarnos a perpetuar el mismo pecado contra los demás.
Ahora, hay una diferencia entre las palabras que son difíciles y potencialmente hirientes pero que están basadas en el amor, y las palabras que son púas diseñadas para detener el crecimiento de otra persona y degradarla.
En casos en que alguien que queremos nos ha dicho una verdad dura (pero que no queremos realmente escuchar en ese momento), podemos, con suficiente tiempo y distancia, acabar dándole las gracias a esa persona por haber estado dispuesta a tomar el riesgo de decirnos una verdad, por amor, para que pudiéramos crecer.
Pero en aquellos casos en que las palabras fueron pronunciadas intencionalmente para menospreciar, herir o aplastar al otro, podemos acabar necesitando atender esas heridas hasta bien entrada la edad adulta.
Es trabajo difícil pero necesario, y parte de la misión de la Iglesia de Dios en la tierra es ayudarnos a sanar de semejantes heridas.
Y otro motivo por el cual nos reunimos en la iglesia, y por el cual leemos y reflexionamos juntos sobre la palabra de Dios, es para poder elevar y privilegiar nuestra identidad colectiva como hijos amados y bendecidos de Dios — lo cual nos permite discernir mejor la diferencia entre las palabras que llevan a la sabiduría y al crecimiento, y las palabras que sólo están diseñadas para maldecir.
Las palabras y el habla forman la espina dorsal de nuestras lecturas de hoy.
Escuchamos cómo la voz del consejo de la sabiduría es ignorada en la plaza pública, y las consecuencias que enfrentamos como individuos y como comunidades cuando rechazamos las advertencias de la sabiduría que conducirían a nuestro crecimiento en Dios.
Santiago le dice a sus oyentes que tengan cuidado con las maneras en que nuestras lenguas pueden o bendecir o maldecir, y nos anima a todos a estar atentos a nuestro hablar, porque las palabras amables y puras darán paso a las acciones correctas.
Y luego en el Evangelio vemos a Jesús preguntándole a sus discípulos lo que la gente está diciendo de él, y entonces moviéndose hacia una pregunta mucho más íntima, “Pero quién dices TÚ que yo soy?”
Pedro, como suele ser el caso, modela perfectamente los extremos de nuestras respuestas humanas — y en un solo aliento pasa de bendecir a Jesús y anunciar que es el Mesías, a reprender a Jesús por miedo al sufrimiento que Jesús va a soportar cuando viva ese mesianismo.
Pedro, como suele ser el caso, modela perfectamente los extremos de nuestras respuestas humanas — y en un solo aliento pasa de bendecir a Jesús y anunciar que es el Mesías, a reprender a Jesús por miedo al sufrimiento que Jesús va a soportar cuando viva ese mesianismo.
Tenemos esa elección — cada vez que hablamos con alguien, cada vez que hablamos de ellos con otra persona, cada vez que escribimos un comentario en las redes sociales, un mensaje, o un correo electrónico.
Y aunque es posible que no siempre elijamos seguir a los mejores ángeles de nuestra naturaleza, el ser discípulo activo de Jesús y miembro de Su cuerpo, llamado la Iglesia, significa comprometernos con reducir los casos en que derribamos en lugar de construir.
Como dije anteriormente, la semana pasada nos enfocamos en alinear nuestras acciones y obras con el Evangelio, mientras que esta semana la atención está en alinear nuestras palabras con las Buenas Nuevas.
Con frecuencia el primer paso, y el más fácil, para limitar el pecado o la separación que experimentamos entre nosotros, Dios y nuestro prójimo, es asegurarnos de que nuestras obras estén de acuerdo con quiénes hemos sido llamados a ser en Cristo.
El segundo paso (¡aunque idealmente todos los pasos se toman simultáneamente!) es prestar atención con más cuidado a las palabras que usamos, y a ser buenos administradores de ellas en nuestras relaciones con los demás.
A veces se nos llama a hablar la verdad en amor, aún sabiendo que no va a ser bien recibida o que va a resultar difícil de escuchar para alguien. A veces se nos llama a abstenernos de hablar, y a veces se nos llama a hablar palabras de bondad y sanación a aquéllos que con demasiada frecuencia han sufrido el peso de las maldiciones del mundo.
Elegir las palabras correctas en el momento correcto no es una ciencia perfecta y require mucha práctica, como cualquier otra disciplina que valga la pena.
Pero tanto de nuestra vida en común — y la experiencia del mundo de la libertad que proviene de Cristo — surge de las palabras que usamos los unos con los otros, de las palabras que usamos para compartir las Buenas Nuevas que conocemos a través de Jesús, y de las palabras que nos abstenemos de decir en momentos de estrés y fatiga.
La semana próxima veremos más de cerca la frontera final (y la más difícil) de nuestro alineamiento con el Evangelio: el terreno de nuestros pensamientos.
Pero esta semana hagamos todos un esfuerzo concertado por pronunciar más palabras de bendición que de maldición, y seamos especialmente conscientes de las formas en que nuestras palabras de amor edifican a aquéllos que nos encontramos en el camino.
Pida la ayuda de Dios mientras se concentra en esto, y trate de encontrar el espacio entre pronunciar palabras que funcionan como un golpe preventivo o como una reacción a la otra persona, y ofrecer palabras de bendición que provienen del pozo de la gracia de Dios.
Trate de volverse más cómodo con esa pausa — con ese momento de decisión.
Si esta semana nuestras palabras de bendición se ven acompañadas por acciones de amor, entonces nuestras vidas reflejarán más claramente las señales del Reino, activo entre nosotros.
Y el nivel de cosas “hechas y dejadas sin hacer” por el cual pedimos perdón la semana que viene podrá empezar a moverse del nivel superficial a las regiones más profundas de nuestros corazones y pensamientos.