26 de september, 2021
El Revdo. Austin K. Rios
«… Pues el que no está contra nosotros, por nosotros está.«
Marcos 9:40
La semana pasada concluimos una serie de tres partes que exploró cómo nuestros pensamientos, palabras y obras están llamados a amoldarse al corazón, al habla y a las acciones de Cristo nuestro Señor.
Nos movimos del mundo exterior de nuestra acciones al mundo interior de nuestros pensamientos, enfocándonos en nuestra propia orientación al llamado del evangelio.
Sin embargo, para que la Iglesia sea verdaderamente transformadora y efectiva, necesitamos prestar atención de cerca no solamente a nosotros mismos, sino también a nuestra orientación hacia los demás.
El pasaje de hoy del Evangelio de Marcos está lleno de varios temas que nos resultan discordantes cuando los oímos por primera vez.
Jesús advierte a sus discípulos de los peligros que les esperan si hacen tropezar a un pequeño en la fe.
También usa lenguaje claro y severo para comunicar la prioridad que tiene la salud del cuerpo entero sobre cualquier parte disfuncional del cuerpo — una mano mal orientada, un pie defectuoso o un ojo infectado deben ser atendidos y tratados antes de que todo el cuerpo se vea arruinado.
Si estas palabras duras nos sorprenden, ¡es porque ésa es la intención!
Jesús está continuando con el tema de purificar nuestras propias casas espirituales, y usa ejemplos extremos para hacer resaltar cuán importante es este trabajo personal.
Pero cuando nosotros empleamos las palabras que usa Jesús sobre cortar pies y manos o sacar ojos ofensivos como manera de evitar nuestra propia responsabilidad y nuestro trabajo personal, y en su lugar las apuntamos hacia otros miembros de la iglesia o a los que están fuera de ella, entonces quizás sería mejor para nosotros tener una piedra de molino colgada de NUESTRO cuello y ser arrojados a la profundidad del mar.
Y tal vez, cuando estemos ahí, podamos reconsiderar las elecciones que hacemos — junto con Jonás y con cualquiera de nuestros antepasados que haya luchado por lograr una orientación sana hacia los demás en esta vida.
Jesús está tratando de que sus seguidores pasen más tiempo en los fuegos calientes pero refinadores que llevan a la plata y al oro espirituales.
Está pidiéndoles que dediquen más tiempo a buscar aliados que están haciendo el mismo trabajo, sin tomar en cuenta si forman o no parte oficial del grupo — en vez de buscar maneras de distinguir y dividir al movimiento aún más.
Éste es trabajo duro para nosotros los humanos, porque requiere que dejemos atrás nuestros miedos e instintos más bajos y que nos traslademos a un lugar de confianza y de fe.
Al principio del Evangelio de hoy los discípulos de Jesús ven a alguien fuera del grupo de ellos que está haciendo obras de poder en nombre de Jesús, y su primer instinto es la sospecha.
Quieren que Jesús afirme que el grupito de ellos es especial y “el único grupo correcto”, y que ponga Su sello de aprobación sobre la estrategia que han formulado para impedir que los demás usen Su nombre para hacer obras de poder.
Jesús hace lo opuesto.
Les dice que NO detengan al extraño anónimo, y dice a continuación: “El que no está contra nosotros, está a nuestro favor.”
Piensen por un momento en cuán grande es el cambio espiritual que esto representa.
Una de las orientaciones más difíciles y dominantes que existe hacia los demás, desde el principio de los tiempos hasta nuestro propio día, es que si no estás con nosotros, estás en contra de nosotros.
Existen buenas razones en la evolución para esta postura: puede ser que alguien fuera del clan y de la familia no sea digno de confianza, y desconfiar de los extraños podría significar la diferencia entre la vida y la muerte en un mundo más primitivo.
Pero nosotros — que deseamos seguir al Rey de los Reyes, quien predicó que “tenemos que perder nuestra vida para encontrarla” y quien usó la parábola de un buen samaritano extranjero que amó a su prójimo mejor que los miembros de la tribu del hombre herido — nosotros no podemos conformarnos con esta orientación primitiva.
Es por eso que Jesús le enseña a sus discípulos ansiosos que comiencen con una postura de apertura hacia el Otro, en vez de la postura de sospecha que prevalece.
No importa si alguien puede citar sus credenciales como miembro original en el movimiento de Jesús — “Bueno, yo he seguido a Jesús desde Galilea” o “Soy uno de los doce de su círculo interno”. Lo que importa es si alguien está haciendo las mismas obras de poder que Jesús para expandir el reino de Dios y ayudar a los demás a librarse de los sistemas opresivos que esclavizan y corrompen a los hijos de Dios.
La Iglesia le debe su existencia a esta iluminada orientación hacia los demás que tenía Jesús, y la cual intentó transmitirle a sus seguidores. Sin ella, no hubiéramos crecido nunca de ser un movimiento local en Galilea a un fenómeno mundial.
Y, sin embargo, mantener esta orientación resulta todavía una lucha importante para la Iglesia, para las varias denominaciones que buscan reconocer sus diferencias a la vez que mantienen la unión de su testimonio en Cristo, y para nosotros como individuos, que nos encontramos constantemente bombardeados por la cultura con el tipo de orientación que se basa en el miedo.
¿Cómo podemos efectuar el cambio — de tenerle miedo a los forasteros y a otros, a la orientación positiva de Jesús hacia los demás?
Empezamos por reconocer que somos hijos amados de Dios y que los demás lo son también — sin importar qué religión profesan, de qué manera votan, ni quién es su gente.
Cuando creemos y actuamos desde una posición de entender nuestra propia necesidad de la gracia y la guía de Dios, y confiamos en que Dios puede trabajar en los demás de muchas maneras diversas para hacer lo mismo, entonces nuestros ojos se enfocan más en las formas en que podemos apoyarlos en su trayectoria de fe, en vez de descontar las trayectorias que no son iguales a las nuestras.
Mientras más práctica tengamos en este área, más fácil nos será comenzar a actuar desde una orientación positiva y una apreciación de los demás, en vez de una actitud instintivamente sospechosa.
A medida que esta práctica da paso a la habilidad de discernir, empezamos a buscar nuevas formas de conectarnos con otros que no caen dentro de nuestra marca, nuestra tribu o nuestra bandera, pero que están comprometidos con el mismo trabajo que nosotros — es decir, con esfuerzos de refinamiento espiritual personal y el trabajo de transformación comunitaria.
Buscamos causa común con estos amigos, en vez de perder tiempo y energía en definirnos por encima y en contra de ellos.
Emprender este arduo trabajo no significa que debamos avergonzarnos de nuestras distinciones, ni que debamos diluir nuestras convicciones para resultar más aceptables a los demás.
Yo doy gracias por ser episcopal, por ser cristiano, por ser un hijo amado de Dios que ha sido redimido a través del amor de Jesús.
Pero el actuar como si la Iglesia Episcopal fuera la ÚNICA iglesia, o como si los que afirman ser cristianos fueran los ÚNICOS a través de los cuales Dios obra, o que sólo NOSOTROS somos hijos amados de Dios, mientras que otros no lo son — es locura, y peligroso cuando se lleva a los extremos.
Afirmar que nuestro camino es el camino exclusivo puede ser bueno para reclutar gente, y a veces para atraer cierto tipo de financiamiento, pero es un desastre para nuestro mundo y para nuestras almas.
Es mejor dejar que el Señor decida quién está adentro y quién está afuera y dedicar nuestro tiempo a hacer obras de poder en nombre de Jesucristo.
Es mejor aceptar los vasos de agua que nos son ofrecidos en amistad y amor cuando estamos sedientos, que rechazarlos por la etiqueta que lleva el vaso o por el clan de la persona que nos los da.
Es mejor trabajar para asegurarnos que nuestras manos, pies y ojos están sanos y saludables, y dedicarnos a ser refinados por el amor y la gracia de Dios — no importa cuán caliente y cuán difícil se vuelva.
Eso es más que suficiente para ocupar nuestro tiempo y nuestros pensamientos y, si ese trabajo es nuestra prioridad, entonces eventualmente veremos que nuestras sospechas primitivas dan paso a la fe de nuestro fundador.
La fe inquebrantable e indivisa de un hijo de Dios: conocido plenamente y amado, cuyo único deseo es ayudar a otros a experimentar la misma libertad que surge de ella.