¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
Lucas 10:25
Sermón del Rev.do Dott. Francisco Alberca
¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? El deseo de todo ser humano es ser inmortal, el vivir los más años posibles, todos queremos vivir para siempre. En nuestra época se diseñan multitud de estrategias y procedimientos para adquirir unos objetivos determinados.
Así funcionan las empresas, lo fundamental es la productividad, la consecución de los fines propuestos. Si esto ocurre con las cosas de este mundo, ¿por qué no nos preocupamos de lo que va a ocurrir con nosotros para toda la eternidad?
En la cultura postmoderna lo que importa es el ahora, lo inmediato, lo inmanente, carece de valor los planteamientos a largo plazo, pero esto no elimina la pregunta fundamental de todo hombre y mujer: ¿Hacia dónde voy, que va a ser de mí después de esta vida? Al letrado del evangelio sí le preocupaba la cuestión del más allá, por eso se dirige al «Maestro». Todos y cada uno de nosotros tarde o temprano también nos enfrentamos a esta muy legítima, normal y existencial interrogante.
Haciendo esto el letrado tendrá vida. Pero él quiere saber quién es su prójimo. Es entonces cuando Jesús relata la historia más sobrecogedora de su mensaje, la historia que resume todo su mensaje. El samaritano se deja mover por la compasión, hoy diríamos que es solidario con la desgracia de su próximo, aquél pobre hombre que agoniza en la cuneta del camino.
Pone en práctica lo que significa «misericordia quiero y no sacrificios», para él es más importante aquel «próximo», que el cumplimiento cultual, que es la opción tomada por el sacerdote y el levita. Ser solidario es sentir que «lo que a ti te pasa, a mí me importa», que yo me uno a tu sufrimiento y lo asumo como mío, que soy capaz de ponerme en tu lugar y ayudarte a salir del pozo en que te encuentras.
Ahora pregúntate tú mismo, ¿eres solidario, o pasas de largo ante el sufrimiento de tu hermano o hermana? ¿Dónde está tu hermano, es la pregunta del Génesis que resuena en nuestros oídos?
La Iglesia debe ser posada, debe ser un lugar donde se siente el amor, esa casa acogedora, en donde es posible rehabilitarse como persona. Nuestra Iglesia, San Pablo de Roma es ejemplo de esta realidad con su Centro de Refugiados y la Comunidad Latina.
Nuestra comunidad siempre debe ser esa posada abierta a todos, donde es posible encontrar la medicina material o espiritual que el enfermo necesita. Y tuvo que ser un samaritano, alguien peor que un extranjero, el que practicara con él la misericordia. Recuerdo ahora la hermosura del significado de estas palabras: «poner el corazón en la miseria y pobreza». El samaritano puso su corazón en la miseria y pobreza de aquel hombre sufriente.
Cristo es la cabeza del cuerpo de la Iglesia. San Pablo recoge este “himno cristológico” probablemente de la liturgia bautismal del siglo primero. San Pablo dice a los cristianos de Colosas, es Cristo, no son los astros u otros poderes celestes los intermediarios. Para los cristianos el único que tiene el poder y la gloria es Cristo, no otro poder del orden que sea.
Pues bien, si Cristo es nuestra cabeza, digamos nosotros con palabras de san Pablo, comportémonos cada uno de nosotros como cuerpo de Cristo, solo de esta manera seré capas de mover mis brazos, mis pies, mi boca, mi corazón y todo mi ser al estilo de Cristo, solo así seré en grado de pensar y actuar a favor de los más necesitados, como por ejemplo: los emigrantes y refugiados, todas las personas necesitadas, enfermos, ancianos que viven solos en los asilos.
Hay cuestiones en la vida que, sin duda, tienen una importancia decisiva para cada uno de nosotros. Pero de entre todas esas cuestiones hay una que sobresale por su importancia sobre todas las demás: la salvación eterna de uno mismo. De nada nos sirven todas las otras cuestiones, si perdemos para siempre nuestra alma. Aquella pregunta resuena, también hoy, en nuestros oídos: ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?
Este personaje, este letrado de la Ley, que se acerca a Jesús para tenderle una emboscada, formula sin embargo una cuestión que todos nos debemos plantear, al menos una vez en la vida: ¿qué tengo que hacer yo para heredar la vida eterna? Y, como este letrado, hemos de dirigirnos al Maestro por antonomasia, al único que de verdad lo es, a Cristo Jesús.
Es verdad que no podemos esperar una respuesta dirigida de modo personal, a cada uno de nosotros. Pero también es cierto que nuestro Señor Jesucristo hace llegar su respuesta a cada hombre y mujer en particular, en su circunstancia precisa de su vida a través de la propia conciencia, o por medio de cualquier otra forma o medio, porque Dios para hablarnos usa diferentes modos y maneras.
Pero siempre debemos tener en cuenta que, lo mismo que la promesa es única y formidable, también las exigencias que puede implicar suponen esfuerzo y abnegación. Dios, en efecto, nos promete la vida eterna, pero también exige que, por amor a Él, nos juguemos día a día nuestra vida terrena.
Jugarse la vida es amar a Dios sobre todas las cosas, con todas nuestras fuerzas, con todo el corazón y con toda la mente. Amar con un amor lleno en obras, con un amor que no se busca a sí mismo, con un amor desinteresado y generoso, con un amor que sabe ver al mismo Jesucristo en el necesitado, que no pasa de largo nunca ante la necesidad de los demás, si no que se detiene para amar a Cristo en Él la persona que sufre. ¡Amén!