21 de noviembre, 2021
El Revdo. Austin K. Rios
«… Jesucristo el testigo fiel, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra.»
Apocalipsis 1:5
Desde el 1925, la Iglesia ha reservado el último domingo del año de la Iglesia para el domingo de Cristo Rey, una fiesta que eleva el reinado de Jesús por encima del de todos los demás gobernantes del mundo.
A medida que nos inclinamos hacia la luz menguante y los vientos crecientes de un nuevo invierno y un nuevo año — con la sombra del Covid que todavía nos acecha y que pasea en la neblina de la incertidumbre que nos rodea — nos toca recordar una vez más y proclamar por quédepositamos nuestra confianza máxima en Jesucristo.
La semana pasada exploramos cómo Ana, la madre del profeta Samuel, le derramó su corazón y su alma a Dios en oración y apostó su vida y su destino en la Roca eterna de Israel.
El niño que ella dedicó al Señor, Samuel — que fue aprendiz del sacerdote Elí y ascendió a un elogiado puesto de liderazgo profético para Israel — eventualmente llegó al final de su vida terrenal con una descendencia no apta para continuar su legado de servicio.
De hecho, tan incapaces son los hijos de Samuel de sucederlo en el liderazgo, que el pueblo de Israel por fin se acerca a Samuel (en 1 Samuel, capítulo 8) y le pide un tipo de liderazgo completamente nuevo.
En vez de jueces y profetas para ayudar a guiarlos, el pueblo de Israel clama por un rey.
Consternado por el pedido, Samuel se lo lleva al Señor en oración, y la respuesta de Dios resuena a través del resto de las Escrituras.
Vale la pena leer el pasaje aquí, y espero que me regalen su atención, porque no es corto y resulta muy importante para entender toda la historia que escuchamos hoy.
En 1 Samuel, capítulo 8, después de que Samuel le reza al Señor, el Señor le dice a Samuel:
“‘Atiende todas las peticiones que te haga el pueblo. No te han rechazado a ti, sino a mí, pues no quieren que yo reine sobre ellos. Están haciendo contigo lo que han hecho conmigo desde que los saqué de Egipto: me están dejando para ir y servir a otros dioses. Tú, atiende sus peticiones, pero aclárales todos los inconvenientes, y muéstrales cómo los tratará quien llegue a ser su rey.’
“Samuel comunicó al pueblo que pedía un rey todo lo que el Señor había dicho. Les dijo: ‘El rey que ustedes ahora piden les quitará a sus hijos para ponerlos como soldados en sus carros de guerra; unos serán jinetes de su caballería, e irán abriéndole paso a su carruaje; a otros los pondrá al mando de mil soldados, y a otros al mando de cincuenta soldados; a otros los pondrá a labrar sus campos y a levantar sus cosechas, y a otros los pondrá a fabricar sus armas y los pertrechos de sus carros de guerra. También les quitará a sus hijas, para convertirlas en perfumistas, cocineras y panaderas. Además, les quitará sus mejores tierras, y sus viñedos y olivares, y todo eso se lo entregará a sus sirvientes. Les quitará también la décima parte de sus granos y de sus viñedos para pagarles a sus oficiales y a sus sirvientes. Les quitará a sus siervos y siervas, y sus mejores jóvenes, y sus asnos y bueyes, para que trabajen para él. También les exigirá la décima parte de sus rebaños, y ustedes pasarán a ser sus sirvientes. El día que ustedes elijansu rey, lo van a lamentar; pero el Señor no les responderá.’”
Desde sus principios, los reinos terrenales se perciben ser pobre sustitutos de la dependencia directa en Dios. Están un peldaño más abajo que la relación más directa, la cual había servido a Israel desde el Génesis y el Éxodo hasta el día de hoy.
Incluso los mejores reyes del mundo — personificados en la figura de David, a quien Samuel eventualmente unge como monarca después del fracaso del Rey Saúl — incluso los mejores reyes vienen con una tonelada de bagaje y de posiciones comprometidas e inútiles.
Lo mejor que pueden esperar los líderes de gobiernos, países y organizaciones es que su tiempo en el poder se vea marcado por confianza en Dios, sana sabiduría, y justicia temporal que concuerde con el carácter misericordioso del reino de Dios:
Servir como conductos de la gracia divina a su pueblo y al mundo entero, con la humildad que proviene de saber que nadie jamás sobrepasará ni suplantará el liderazgo del Señor.
Uno de los desafíos más difíciles que confrontamos los seres humanos es cómo navegar los estrechos entre reformar y mejorar los distintos niveles de gobierno en nuestras vidas, a la vez que sostenemos siempre la posición superior de Dios como la Estrella del Norte que nos guía.
Para la mayoría de nosotros, este equilibrio es difícil de lograr, y con frecuencia elegimos enfocarnos solamente en el lado humano de la ecuación: en controlar los timones de nuestros barcos colectivos mientras soltamos las cuerdas que mantienen en tensión la velas del Espíritu.
Nuestra tentación es comprensible — los reyes de las naciones, de la industria y del comercio, y sus maneras de comportarse y de actuar, son tanto más tangibles e inteligibles para nosotros, mientras que la manera de Dios a menudo es más sutil y oculta.
Esta forma desenfrenada de idolatría, y nuestra lucha con ella, es lo que Jesús vino a exponer y a desnudar.
Lo vemos hoy en el Evangelio de Juan ante Pilato (uno de estos reyes “mundanos”) acercándose al precipicio de la crucifixión.
Podemos recordar todas las maneras en que Jesús ha rechazado cualquier tipo de realeza mundana que le fue ofrecida.
La manera en que se rehusó a convertir en pan las piedras del desierto, o la manera en que se negó a acumular poder sobre las naciones y los reinos de la tierra por medio de alabar a algún otro que no fuera Dios.
La manera en que Jesús entró en Jerusalén en un burro en vez de un carruaje — la manera en que Jesús dijo a sus seguidores que guardaran la espada que los gobernantes de la tierra usan para intimidar y controlar, y que pusieran su fe y su confianza en Dios.
Jesús no pretende ser un rey de la manera en que Pilato y la multitud entienden la palabra, sino que dice que vino a testificar a la verdad:
La verdad de que elevar a Dios como nuestro único líder a menudo nos crea conflicto con los que buscan mantener su control sobre los reinos menores de nuestro mundo.
La verdad de que la paz no surge del poderío militar, la hegemonía económica, ni ninguna otra versión de la Pax Romana, sino que proviene de servirnos los unos a los otros, dar la vida unos por otros, y velar juntos por el bien común de todoslos hijos de Dios.
La verdad de que, a todos niveles de nuestras vidas — desde el macro hasta el micro, desde el global al personal — siempre tenemos que escoger entre seguir y aclamar el liderazgo y el camino del Señor, y andar persiguiendo los reinos que le hacen competencia, los cuales nos descarrilan y tantas veces nos deshumanizan.
Justo después de que Jesús y Pilato terminaron este intercambio, la multitud, irritada y reactiva como consecuencia de los líderes manipuladores que temían al movimiento de Jesús y a lo que implicaba, gritan palabras que resultan entre las más inquietantes de las Escrituras.
Frente al que llamamos el Rey de los Reyes y el Señor de los Señores — mientras que la sangre corre por su frente perforada y golpeada — la multitud pronuncia su veredicto: “No tenemos más rey que el César.”
No tenemos más rey que el emperador.
Un Dios celoso simplemente nos dejaría en manos de nuestros emperadores, de nuestros Césares — nos dejaría sufrir las consecuencias de nuestras decisiones para siempre.
Pero nuestro Dios es misericordioso. Nuestro Dios es lento para la ira y rápido para perdonar. Nuestro Dios es, a fin de cuentas, un Dios que nos ama aún mientras estamos haciendo todo lo que está en nuestro poder para rechazarlo e huir.
En éste, el último domingo del año de la Iglesia, cuando proclamamos una vez más que Cristo es el único Rey que queremos o necesitamos, examinemos todos los niveles de nuestras vidas en los que hemos ofrecido nuestra lealtad a alguna persona o cosa menor.
Aprendamos de los errores de nuestros antepasados y recurramos sólo a la forma de liderazgo de Cristo — el liderazgo de siervo — como la vara con que medimos un gran liderazgo, en vez de perseguir la versión del mundo del poder y de la majestad.
Y, finalmente, VIVAMOS en la libertad que nuestro Señor del Amor nos provee, y hagamos todo lo posible por extender ESE tipo de libertad y de liberación a los enfermos, a los heridos, a los atrapados, a los confundidos, a los cansados, a los tímidos y a los que buscan.
Ya que, al hacerlo, el reinado de Cristo Rey — del Rey de los sin rey — se revela sobre la tierra, tal como es — y será por siempre — en el cielo.