La liturgia de la palabra de este domingo nos lleva a reflexionar un tema muy importante para nuestros tiempos. Así es como en este domingo vamos a centrar nuestra reflexión en el texto del apóstol Pablo quien, en su carta a los fieles de la ciudad de Filipo, les exhorta a conservar la unidad.  

Este tema de la unidad reviste una particular importancia en una sociedad pluralista como la nuestra, en la que se valora la autonomía y las diferente Constituciones proclaman el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Por eso no es fácil hablar de unidad dentro de la Iglesia en el contexto contemporáneo. 

Existe una palabra de gran importancia para la vida de la Iglesia. Se trata de la palabra “comunión”. Para que esta palabra, de gran densidad teológica, no se diluya en medio de una hermosa teoría desconectada  del mundo de lo concreto, debe conducir al compartir fraterno. La comunión exige compartirlo todo con los hermanos: la fe, la esperanza, el pan eucarístico, nuestros conocimientos, nuestro tiempo, los gozos y las tristezas.  

Como lo expresa bellamente la liturgia,  pertenecer a la Iglesia implica confesar un solo Señor, una sola fe, un bautismo. Y estos sentimientos nos deben conducir a acciones concretas de solidaridad.  

La comunión, que es sinónimo de compartir, se fortalece y se expresa en la eucaristía, donde nos unimos con Dios y con los hermanos. No podemos imaginar la comunión como un objeto precioso que se  posee y que se guarda en una caja fuerte para evitar que se pierda. La comunión es una realidad dinámica que se consolida a través de nuestras acciones en la vida de todos los días. 

No es fácil hablar de comunión en un mundo plural, donde la subjetividad se convierte en criterio de verdad.  Por eso la comunión en la fe se ve seriamente amenazada en nuestro tiempo.  

 Veamos algunos escenarios en los cuales se critica con vehemencia la comunión eclesial: Hay personas que se reconocen creyentes en Dios; más aún, afirman que son cristianos. Pero al mismo tiempo se proclaman como “creyentes sin Iglesia” porque, por razones ideológicas o por experiencias negativas  del pasado, se sienten muy lejos de la Iglesia. Están convencidos de que pueden vivir su relación con Dios de manera individualista, prescindiendo de esa mediación que es la comunidad eclesial. 

Hay cristianos que interpretan el seguimiento de Jesús de una manera puramente sociológica. Para ellos, Jesús fue un revolucionario que vino a encabezar un movimiento de liberación contra las estructuras opresoras del Imperio Romano, que era la superpotencia de entonces. 

Esta lectura exclusivamente horizontal y política del evangelio conduce a graves fracturas de la comunión de la Iglesia y genera enfrentamientos dentro de la comunidad. La historia de la Iglesia en América Latina  ofrece abundantes testimonios de estas dolorosas luchas. 

A todas estas personas, les podemos responder con la Carta a los Filipenses, donde el apóstol Pablo exhorta a tener un mismo amor, unas mismas aspiraciones y una sola alma; nos pide que desterremos las rivalidades y presunciones y nos invita a tener los mismos sentimientos que tuvo Jesús. 

Evitemos entender estas reflexiones sobre la unidad de la Iglesia como un llamado a la uniformidad, como si los cristianos tuviéramos que ser como unos “clones” o copias exactas en nuestra manera de analizar la realidad y responder a la acción de Dios. 

El apóstol Pablo nos invita a reflexionar sobre la unidad dentro de la Iglesia, unidad que se construye a través de la oración, de la lectura de la Biblia, de la participación litúrgica, se alimenta del estudio de los documentos de la Iglesia y se expresa en solidaridad con los más pobres.  

La conservación de la  unidad no significa uniformidad de pensamiento ni mordaza para expresar nuestras diferencias de enfoque. Pero eso debe hacerse con madurez, seriedad y amor a la Iglesia fundada por Cristo. 

Los seres humanos somos inestables y muchas veces tomamos decisiones equivocadas motivados por las simpatías o antipatías, por las filias o las fobias. Así somos. Lo importante es tener la honestidad de reconocer nuestros errores e introducir los ajustes que sean necesarios; en el mundo empresarial, los ajustes o cambios de rumbo son  resultado de la evaluación continua que se va haciendo de las cifras de la organización; en los seguidores de Jesucristo, los ajustes o cambios de rumbo tienen un significado teológico muy hondo, pues hablamos de conversión. 

Teniendo como telón de fondo esta parábola de los dos hijos a quienes su padre invita a trabajar en el cultivo familiar, pidámosle a Dios que nos ayude a ser coherentes entre las buenas intenciones que manifestamos de palabra y lo que realmente hacemos; pidamos la humildad para reconocer las decisiones equivocadas que hayamos tomado y que tengamos el valor de cambiar. En pocas palabras, pidamos la gracia  de la conversión que tanto necesitamos. 

Creer en Dios es vivir como Jesús. No se trata tanto de saberse la teoría, cuanto de actuar conforme a ella. Está claro que hay que conocer la teoría para poder ponerla en práctica. Pero al fin de cuentas, lo que cuenta es actuar.  

Nuestra fe no es un libro de prácticas, sino el estilo de vida de una persona: Jesús de Nazaret. Él es nuestro “manual”, el modelo a seguir. Con Él nos encontramos cada vez que venimos a la Eucaristía. Escuchamos su Palabra, comulgamos su Cuerpo y su sangre, ahora toca llevarlo a nuestra vida y dar testimonio de Él con nuestras obras. 

Que la fe que vamos a profesar ahora, recitando el Credo, no se quede en meras palabras. Que no nos pase como al segundo hijo, que dijo: “Voy, Señor”, pero no fue. Que acojamos con alegría la invitación de Jesús: “Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña”. Amén!