El Rev.do Dr. Francisco Alberca
05 de febrero 2023: El Quinto Domingo depués de la Epifanía
- Isaías 58:1–9a
- Salmo 112:1–9
- 1 Corintios 2:1–12
- San Mateo 5:13–20
La lectura del Antiguo Testamento de este domingo, nos hace meditar en las grandes dificultades que el pueblo de Dios tuvo que pasar después del destierro, una crisis sobre todo de esperanza, el culto de los ídolos, una división exacerbada y el desprecio de los extranjeros establecidos en Israel. Esto nos hace pensar que toda reconstrucción debe tener en cuenta la dimensión social, no puede haber fe en el Dios de Israel sin la justicia social. Principio muy claro y aplicable también a nuestros días.
La promesa de Dios es clara, la verdadera restauración vendrá cuando el creyente colabore en la restauración de sus semejantes, porque la desigualdad en el mundo es la causa de conflictos entre las personas. Es preciso entrar en el corazón del mundo para, ser sensibles a las diferentes problemáticas de la sociedad, ya que ese es el único camino para encontrar la solución.
Solo en esta escucha, Dios desata un nuevo proceso de misericordia. Es posible cumplir la alianza cuando haces que la vida del que vive a tu lado, en tu vecindario, en tu ciudad pueda ser justa y humana. Es un mensaje para tiempos de fuertes crisis, las de entonces como son también las de ahora. Pero hay algo muy importante; la sal sólo sirve si está fuera del salero. Isaías nos dice cómo debemos salir del “salero”.
Se habla mucho hoy del silencio y ausencia de Dios, pero el profeta nos indica con claridad dónde se puede detectar la presencia de Dios y escuchar su respuesta. Al abrirse y ayudar al hermano necesitado, al partir el pan con el hambriento se descubre a Dios. También nos señala expresamente los caminos negativos, tales como el cerrarse a los propios egoísmos, el ser causa de opresión, el vivir amenazados y en un sentido grande de inseguridad. Todo esto nos hace ver con claridad el eterno contraste y lucha entre la luz y las tinieblas, los cuales son caminos totalmente opuestos.
Problemáticas y dificultades tan viejas como nuevas, voces que hicieron eco hace más de dos mil años, voces que vienen de Dios por medio de los profetas y que hoy continúan a hacerse sentir. De aquí la necesidad de dejar a un lado el egoísmo y ser consientes que hay que partir el pan con el que tiene hambre, hay que pensar en los que no tienen lo que nosotros tenemos, hay que vestir al desnudo, hay que dar y darse uno mismo.
Dar y darse, porque el que ha Dios tiene lo tiene todo, todo nos ha sido dado gratis, justamente para que lo donemos, para que lo compartamos con los demás. Es cierto que la Ley divina no va contra el derecho de la propiedad, pero también es cierto que toda riqueza que se cierra en sí misma no es cristiana. En la ley de Dios no cabe el egoísmo, no cabe el que todo lo guarda para sí, el que no abre su corazón y su cartera a las necesidades de las demás personas. Si actuamos así no somos cristianos, si no miramos hacia los demás, tampoco Dios nos mirará a nosotros.
Y no debemos olvidar que el amar está sobre todo en el dar y dar no sólo pan, porque no sólo de pan vive el hombre, tenemos que dar lo más valioso de nosotros, tenemos que dar nuestro tiempo, hay que dar nuestras buenas palabras, hay que dar nuestra sonrisa, nuestras caricias y por que no también nuestra comprensión. Colocarse en la posición del otro, sentir como él siente, ver las cosas como él las ve. Juzgar como se juzga a un ser querido, con benevolencia, saber disculpar, disimular y muchas de las veces callar. Desterrar la maledicencia, la lengua desatada que corre a su capricho, sin respetar la buena fama del prójimo.
La palabra de Jesús es sencilla, sus comparaciones brotan de la vida ordinaria, de la vida doméstica podríamos decir. Por otra parte, sus metáforas tienen muchas veces sus raíces en el Antiguo Testamento. Cristo toma en sus manos la antorcha de los viejos profetas y la levanta hasta iluminar a todos los hombres y mujeres, usa sus palabras recias y vibrantes para renovar e incendiar a la tierra entera. El fuego y la luz constituyen, precisamente, la imagen principal del pasaje evangélico que contemplamos. Ustedes son la luz del mundo, dice el Maestro a sus discípulos y a la muchedumbre que le rodea, también a nosotros. Una luz encendida que se pone sobre el candelero, una vida llena de buenas obras que sea un ejemplo que arrastre y empuje a los hombres y mujeres hacia el bien, hacia Dios.
Recordemos siempre que la sal sirve para conservar y para dar sabor. Para ello debe dejar el salero y disolverse en los alimentos. Así debe ser el cristiano, conservar la fe que ha recibido para transmitirla a los demás, deshacerse en favor del otro, darse por entero saliendo de sí mismo. Así podrá alegrar y dar sabor a este mundo triste y sin sabor. Debemos preguntarnos si como cristianos transmitimos optimismo y vida o más bien tristeza y malhumor, como si ser seguidor de Cristo estuviera reñido con amor a la vida. Así los que nos contemplen dirán que no merece la pena ser cristiano, sobre todo se observan nuestra forma de celebrar la Eucaristía. Que se vea que la Santa Eucaristía es un gran fiesta para nosotros, también debemos preguntarnos si con nuestra forma de vivir somos transformadores de la sociedad en que vivimos.
Para terminar, San Pablo hoy nos recuerda a todos los cristianos, que somos luminarias que lucen en medio de esta oscura tierra. Focos luminosos que iluminan lo bueno de este mundo malo. Desde el Bautismo, cuando se nos entregó un cirio encendido, el cristiano es un hijo de la luz, un hombre y mujer lleno y llena de luz que ha de encender cuanto le rodea, perpetuando así la presencia del que es Luz de todas las gentes, Jesucristo nuestro Señor. Amén!