6 de junio, 2021
El Revdo. Austin K. Rios
1 Samuel 8:4-20, 11:14-15; 2 Corintios 4:13-5:1; Marcos 3:20-35
Nosotros los cristianos estamos llamados a depositar nuestra lealtad máxima en Dios — el Tres en Uno del cual hablamos la semana pasada — cuya expresión suprema en la Tierra es revelada en la realidad de la resurrección que celebramos en la Pascua y cada domingo.
En las lecturas que tenemos ante nosotros este domingo están en juego dos preguntas fundamentales que los seres humanos luchamos por responder.
La primera es: “¿Quién tiene autoridad máxima sobre nosotros?”
La segunda es: “¿Cómo orientamos nuestras vidas para que reflejen nuestra lealtad a esa autoridad suprema?”
Éstas no son preguntas fáciles de responder, especialmente en un mundo complejo cuya fe en instituciones, líderes y aún en el concepto mismo de la fidelidad se ha visto sacudida por el escándalo y el desánimo colectivo.
Nosotros los cristianos estamos llamados a depositar nuestra lealtad máxima en Dios — el Tres en Uno del cual hablamos la semana pasada — cuya expresión suprema en la Tierra es revelada en la realidad de la resurrección que celebramos en la Pascua y cada domingo.
Y sin embargo puede hacerse muy difícil discernir qué es lealtad a nuestro Dios y qué es una pseudo-forma de ella, primordialmente porque experimentamos las gracias y las acciones de Dios mediadas por la creación y por otras criaturas como nosotros, que no podemos encarnar de lleno la perfección de Dios.
Caminamos esta línea muy fina entre reconocer y celebrar la bondad de la creación de Dios y la bienaventuranza de nuestro prójimo, sin caer en el engaño de que nuestra lealtad final debe reposar en ellos.
Nuestras lecturas de hoy ilustran este dilema.
La lectura de Samuel nos ofrece un vistazo del pueblo de Dios que lucha por cómo organizar su gobierno y su vida social, generaciones después de la experiencia del éxodo.
Los seres humanos son cortos de memoria, y después de años de profetas carismáticos y de jueces mediando entre el pueblo y su Dios, el pueblo clama por un rey.
En la narrativa, queda claro que Dios ve este deseo como un alejamiento de la lealtad suprema a Dios.
En cierto sentido, el deseo ferviente del pueblo por un rey se presenta como un tipo de idolatría que, en el mejor de los casos, es una forma diluida de relación con el Dios que los sacó de la esclavitud y los condujo a través del desierto.
Dios le dice a Samuel que le comunique al pueblo cuántas consecuencias inesperadas surgirán de tal cambio — un tipo de aviso y divulgación completa de cómo la vida será menos color de rosa para todos si deciden seguir este rumbo.
Aún sabiendo esto, el pueblo quiere un rey, y Saúl se convierte en el primer rey del reino unido de Israel y Judá.
Para aquellos de nosotros que no nos encontramos demasiado distantes de los gritos de la muchedumbre en la semana santa — ¡No tenemos más rey que el César! — queda claro que este es un desafío recurrente para nosotros, y uno que Dios abordó directa y decisivamente a través de la vida de Jesús, la cruz y la resurrección.
Y, por si acaso pensamos que este desafío se limita a la historia antigua, no toma mucho percatarnos de todas las formas en que buscamos sustitutos para la supremacía de Dios, aún hoy en día.
Ya sea fe en una forma particular de gobierno nacional, fe en un partido político y su plataforma, fe en celebridades y personajes influyentes, o fe en líderes religiosos y en las instituciones que pretenden representar — no hay escasez de opciones cuando se trata de depositar nuestra lealtad en algo menor que Dios.
No es que todas estas opciones sean malignas o irredimibles.
Como dije anteriormente, la voluntad y el propósito de Dios surgen a través de tales vasijas de barro.
Pero cuando los confundimos con el que nos creó, el que nos redimió, y el que nos une en un cuerpo místico para transformar a este mundo caído, entonces sucumbimos a la más antigua de las tentaciones.
La idolatría.
Desde las palabras astutas en el jardín, a la debacle del becerro de oro y al deseo por un rey sin importar las consecuencias, siempre hemos luchado con depositar nuestra lealtad en ningún otro Dios, sino sólo en Dios.
Si bien nunca superamos por completo esta lucha, hay formas en que podemos orientar nuestra lealtad hacia Dios y alejarnos de los ídolos menores.
El primer paso es tomar conciencia de cuán generalizada es esta tentación y estar atentos a ella.
Hacemos esto al leer y meditar juntos sobre las Escrituras, para así reconocer más fácilmente las trampas que nos esperan.
Y nos reunimos como comunidad para ser alimentados del tesoro de la gracia que proviene de la Palabra y la Mesa de Dios, y para apoyarnos unos a otros en esta lucha mayor.
A medida que crecemos juntos y superamos algunas de las amenazas más obvias a la autoridad de Dios sobre nuestras vidas, empezamos a adquirir la fuerza y la fortaleza necesarias para enfrentar los poderes y principados de nuestro mundo.
De esto es de lo que habla Jesús en Marcos con su ejemplo de atar al hombre fuerte para saquear su propiedad.
Al mantenernos orientados a la autoridad de Dios y entender lo que eso significa — porque conocemos muy bien los triunfos y fracasos de nuestros antepasados — podemos participar en la liberación de nuestro mundo de su esclavitud a los ídolos.
Como lo hizo Jesús, y a través de la fuerza que obtenemos en Él, nosotros también podemos enfrentar a los autócratas de nuestra época y saber que aún ellos pueden ser redimidos de la influencia corruptora a la que llamamos Satanás, el Acusador, el Mal, o por una multitud de otros nombres.
Con la ayuda de Dios, podemos superar su influencia con la verdad y participar en la construcción de “una casa no hecha por manos.”
Una casa que en esta vida vislumbramos con opacidad en un cristal, pero que llegaremos a conocer de lleno en la vida que no tiene fin.
Una vez que nuestro destino determina nuestra orientación, el reino de Dios se puede comunicar claramente y se puede identificar fácilmente a través de nuestras acciones y decisiones diarias.
Queridos amig@s y herman@s en Cristo, hacer del reino de Dios nuestra máxima prioridad y propósito es difícil, y tan pronto sentimos que hemos triunfado sobre una tentación, surge otra mayor para desafiarnos.
Pero depositar nuestra lealtad en Dios, por difícil que sea, es la manera en que probamos y vemos los frutos de la tierra prometida en esta vida.
Y una vez que hemos probado esos frutos — el tipo de fruto que hace que los cojos salten de alegría, que los ciegos recobren la vista, y que los muertos resuciten — entonces sabemos que ningún otro fruto falso nos dejará satisfechos.
Y entonces podemos orientar la brújula de nuestras vidas a ese destino y emprender juntos el camino que conduce ahí, con la confianza que sólo Dios puede dar.